Los adultos la
llamaban “Roja”, suponíamos que por el color de su cabello. Hablaban muy poco
de ella y cuando lo hacían era con un miedo atroz, casi con reverencia. Creo
que si no hubiesen tenido que advertirnos de que nos alejásemos de su camino ni
la hubieran mencionado. Muy pocos habían sobrevivido a un encuentro con la que
se había convertido, desde hacía nueve años, en nuestra mayor amenaza. Se decía
que disfrutaba prolongando la tortura de sus presas, jugando con ellas. Era un
depredador que no conocía la piedad.
Mi hermano
pequeño escuchaba estas historias con una atención desmedida, pero no era la
inquietud lo que le hacía reaccionar así. Joven e inexperto, se reía de un
temor que le parecía pueril y las advertencias de peligro no hacían más que
acrecentar su interés. Quería probar su valor. Una tarde, desoyendo
advertencias y desobedeciendo órdenes, se fue al encuentro de la bestia.
No pude
impedirlo, cuando me di cuenta de adónde había ido ya era demasiado tarde.
Corrí, con todos mis nervios en tensión y el corazón martilleando desaforado en
el pecho. Seguí sus huellas a través del bosque, que me condujeron por esa
senda que desearía no haber hollado jamás y le encontré cerca del arroyo: mi
hermano yacía en el suelo, cubierto de sangre. Había alguien agachado a su
lado, una joven rubia que sostenía entre sus manos el cuchillo con el que
acababa de degollar a su presa. Aunque no pude verle el rostro, supe que
sonreía. Una vez más, había conseguido su
objetivo: había vengado la muerte de su abuelita.
Antes de
levantarse y volverse hacia mí, ajustó sobre su cabeza la capucha de su capa
color sangre… su caperuza roja.
Imagen tomada de la red. Si el autor lo solicita, procederé
a retirarla del blog.